lunes, 25 de julio de 2022

JUAN CARRANZA. El romanticismo clasicista

JUAN CARRANZA. El romanticismo clasicista.

Fotos personales tomadas el 30 de abril de 2022
En este sepulcro se puede constatar la fuerte influencia de la inspiración clacista italianizante. No sabemos mucho sobre el titular de esta construcción pero el templete, sus columnas y el podío llevan nuestra mente hacia los templos de la Grecia o la Roma clásica. El artículo que se comparte, si bien tiene una serie de errores, vale la pena su lectura porque es un intento de discernir el sentido de un panteón secular o civil.
RECURSO.
CEMENTERIO DE LA RECOLETA: DE CÓMO LA MODESTA HUERTA DE UNOS FRAILES SE VOLVIÓ PANTEÓN NACIONAL
Los difuntos que allí descansan pertenecen a una construcción simbólica que alternó la épica de los guerreros, la oratoria de los tribunos, la praxis de los mercaderes burgueses y las rentas de los ganados y las mieses; más el arte que acompaña el lustre de sus tumbas
Por Oscar De Masi. 17 de Noviembre de 2021. Historiador y arqueógrafo
En el Cementerio de La Recoleta, el arte acompaña el lustre de las tumbas
Como un gesto de ruptura con la tradición de los “camposantos parroquiales”, un 17 de noviembre de 1822, hace 199 años, el gobierno de la provincia de Buenos Aires dispuso la creación de un cementerio público en la que hasta ese momento era la huerta de los frailes recoletos, anexa a su convento, en la parte norte de la ciudad.
Los aires liberales de esa época y de ese gobierno, bajo el influjo de Bernardino Rivadavia como portador del estandarte ideológico de la Revolución de Mayo, favorecían la creación de enterratorios ajenos a la jurisdicción eclesiástica y que fueran lugares de sanidad mortuoria más seguros que las tumbas en el interior o en los atrios de las iglesias. El año anterior, la autorización gubernamental para el funcionamiento de un cementerio protestante en la zona de Retiro, operaba en esta misma línea de cisura en la unidad monolítica del culto católico, tratándose de materias, ahora, de interés estatal. Comenzaba un proceso de secularización que iría ganado jalones luego, tras la caída de Juan Manuel de Rosas y el advenimiento del programa liberal.
Lo que nació, pues, como un dispositivo que venía a materializar una agenda de ideas, político-religiosas e higiénicas, pero al servicio de una necesidad muy concreta y siempre renovada por el flujo inevitable de difuntos, terminó asumiendo los rasgos identitarios de una nueva forma de culto laico, ofrecido en el ara de la epopeya patriótica y en nombre del constructo de la “gloria”. Se transformó, andando el tiempo, en un virtual “panteón nacional”.
De esa metamorfosis, y de los mandatos simbólicos epocales detrás de ella, hablaremos a continuación.
El panteón como símbolo de un pasado sacralizado
Hay palabras que, como pocas, se yerguen solemnes, majestuosas, tremendas e inevitablemente funerarias. Aún en la mente, resuenan con el eco de esa gravedad que proyecta la sombra augusta de su linaje griego y de sus apropiaciones romanas.
Al pronunciar la palabra “panteón” -que significa, etimológicamente, el lugar dedicado a todos los dioses- nombramos un lugar donde, virtualmente, se agota el elenco imaginable de los seres empíreos que han alcanzado el nimbo de la gloria póstuma. Un panteón no admite otros ocupantes legítimos que los dioses inmortales, o los mortales “divinizados” por sus conciudadanos en mérito a su huella en la historia.
Allí habita el recuerdo de los seres despojados de lo efímero (ephemerói, en griego, lo que dura apenas un día…) cuyo nombre perdura para siempre merced a esa operación de memoria ritual colectiva que concibieron los antiguos y que el mundo siguió reiterando durante siglos: la conmemoración, el tributo, el homenaje. Si la tumba es el umbral entre dos mundos, el panteón será el monumentum por antonomasia, el dispositivo para seguir recordando a quienes han traspuesto ese umbral, y aun así, continúan vivos en un reino que no es de este mundo: el reino de la memoria.
La ideología estética napoleónica conquistó a Europa bajo el rótulo del “estilo Imperio”, y sus expresiones formales neoclásicas apropiaron la semántica del “panteón” y sus representaciones plásticas. No se trataba de los vetustos dioses paganos, ya escasos de adoradores y suprimidos por las centurias de un cristianismo triunfante, que vino a renombrar a muchas de las deidades protectoras antiguas en el canon de un nutrido santoral. Se trataba de otra clase de genios tutelares: los héroes, los ciudadanos insignes y meritorios, los “grandes hombres” que identificó la narración historiográfica del siglo XIX, siguiendo los pasos de Thomas Carlyle.
Aquella manera de relatar el pasado tuvo sus epígonos entre nosotros: Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre, Adolfo P. Carranza y otros historiadores liberales de finales del siglo XIX y comienzos del XX nos obsequiaron con un manojo compacto de “grandes hombres”, irrepetibles y ejecutivos, que debían bautizar calles y plazas. Eran los “elegidos” en ese discurso que pronunciaban los detentadores de la palabra, que eran a la vez los detentadores de la victoria, luego de Caseros.
Como de la apariencia mortal de aquellos seres superlativos no quedaron más que huesos y cenizas, el “panteón” se convertirá, entonces, en el relicario multiplicado de los despojos ilustres.Su reunión en un mismo recinto sepulcral será funcional a ese culto cuyas pulsiones remiten a la unidad superlativa de la Nación, “única y toda” como la cantó Leopoldo Lugones. Así, el “panteón” se recorre como aquel “desierto de mármol” que evocaba Lord Byron, donde se dirimen los antagonismos del ayer en un mismo imaginario patriótico que viene a sacralizar el pasado nacional.
La Argentina soñó varias veces con tener su “panteón nacional”, ya desde los tiempos del arquitecto Carlo Zucchi, coherentemente neoclásico. Fue una idea que revivió intensamente a finales de los años 30 del siglo XX, en pleno auge de los historicismos nacionalistas. Ni Ricardo Levene ni Mario Buschiazzo, virtuales fundadores de la teoría y la práctica del patrimonio monumental entre nosotros, se resistieron a la tentación de imaginar un “panteón nacional”, que podía haber estado ubicado en el predio de la Penitenciaría demolida (hoy Parque Las Heras) o en la Catedral metropolitana, desafectada a tal fin del servicio litúrgico y transformada en una enorme capilla funeraria para próceres. Hay quien asegura que hasta el cardenal primado de la Argentina, que era Santiago Luis Copello, pudo haberse entusiasmado con aquella propuesta.
El proyecto fue reciclado parcialmente en los años de 1970 con las pretensiones faraónicas del Altar de la Patria y un sesgo marcadamente partidario. La idea era, una y otra vez, la misma: trasladar los despojos ilustres (comenzando, en este caso, por Perón y Evita) y concentrarlos en un mismo santuario para la hiperdulía social. Pero nunca pasó al plano de la ejecución y, a falta de un “panteón nacional” premeditado, tenemos el cementerio de la Recoleta, que se le parece bastante.
El cementerio de la Recoleta: de los modestos comienzos a una nueva representación
¿Desde cuándo el llamado Cementerio “del Norte”, que nació con aquella marca de un punto cardinal y sin pretensiones de clase, mudó su discurso en panteón nacional? No podría precisarse. No hubo un decreto que así lo invistiera. Apenas una creación de circunstancias en 1822, cuando el gobernador Martín Rodríguez, a instancias de su ministro Bernardino Rivadavia, dispuso que los frailes recoletos abandonaran su convento y que la huerta sirviera de enterratorio para los vecinos y las vecinas.
Los primeros inhumados de aquel año nada tenían de lustroso: Juan Benito era un párvulo liberto (vale decir, un ex esclavo y por lo tanto de raza africana) y la oriental María de los Dolores Maciel (de quien nada más sabemos, aparte de su nombre y su nacimiento en la otra orilla).
Después vinieron muchos otros: guerreros, magistrados, estadistas, literatos, catedráticos, abogados, médicos…y hacendados, numerosos hacendados, porque, ciertamente, las vacas argentinas también contribuyeron, muy a su pesar y en carne propia (valga la expresión) a la gloria nacional, en tiempos en que el Imperio Británico nos catalogaba en sus dominios económicos. Y todos ellos mezclados con la miríada de tumbas de familias de clase principal, complacidas en la proximidad sepulcral de los nuevos semidioses, salidos por lo general de sus propios árboles genealógicos. Y no faltan las damas ilustres (patricias, matronas, benefactoras de huérfanos y asiladas), o emparentadas con la “mejor sociedad”, como solía decir La Nación en sus notas necrológicas. Alguna incluso, como dice la leyenda de Rufina Cambaceres, muerta en la flor de la edad, pero no suficientemente difunta.
En consistencia con los rupturismos de la narración histórica oficial (que le asigna a la Patria una partida de nacimiento en mayo de 1810, como si lo anterior no fuera historia nuestra), no hay mucha cabida para las figuras del período español, que duermen su sueño eterno bajo el pavimento de alguna iglesia o, si acaso fueron a dar a la Recoleta por razones familiares, no despiertan demasiado interés ni devoción.
Curiosamente, los despojos de la trinidad máxima que Bartolomé Mitre canonizó como cúspide de nuestro panteón histórico -San Martín, Belgrano y Rivadavia- no descansan en la Recoleta.
El arte acompañó el lustre de las tumbas. Un arte por momentos exquisito y por momentos banal, que vino a estilizar a la muerte y sus estragos mediante alegorías y retratos que forman una galería estatuaria inconmensurable, rubricada con firmas europeas celebérrimas: Coután, Zochi, Bistolfi, Aigner, Biggi, Behn, Inurria, Drivier, Carrier-Belleuse. Peynot, Ximenes, Romairone, Arduino, Monteverde, Tantardini, Rubino etcétera. Y nuestros Pardo de Tavera, Hector Rocha, Luis Perlotti, Zonza Briano, Alfredo Bigatti, Arturo Dresco, Lucio Correa Morales, Troiano Troiani, Juan Carlos Oliva Navarro, Agustín Riganelli, Luis Rovatti, Antonio Sassone, Torcuato Tasso, Alejo Joris, José Fioravanti, Cesar Santiano, Juan Carlos Ferraro, Lola Mora y tantos otros.
Cuando en la Gran Aldea de la segunda mitad del siglo XIX escaseaban los monumentos en la escena urbana, en cambio abundaban en la Recoleta. Y no podía faltar ni la arquitectura grandilocuente de un peristilo que echa mano del Neo-grecismo como señal de prestigio y majestad -y en cuyas metopas todos creen ver unos símbolos masónicos cuidadosamente escogidos por Juan Buschiazzo, su proyectista-, ni la profusión de bóvedas (que lucen la prestancia de capillas regias, palatinas o colegiatas), ni la miríada de alegorías que se complacen en la representación de la clepsidra, la calavera y las tibias, la paloma, la mariposa o el búho, la serpiente o el murciélago, las dolientes y los ángeles, el obelisco y la pirámide, la columna trunca y el tronco cortado, el sauce y el ciprés, la Parca y el Padre Cronos, entre otras.
Las damas también tienen su protagonismo artístico en el cementerio de la Recoleta: retrato de Emma Nicolay de Caprile por Lucio Correa Morales
¿Hay sitio para la nota erótica asociada a la muerte en este repertorio de arte funerario de la Recoleta? Quizá los interdictos de la moral católica hayan refrenado esta tendencia expresiva que trajo el romanticismo y que mejor se evidencia en los cementerios protestantes. Pero ciertamente que existen algunos ejemplos de una tensión sexual bien explícita. Vean, si no, la doliente orante…y sumisa, en la exedra de la tumba de Marco Avellaneda (hijo), realizada por Juan José Cardona.
Ciertamente, a falta de un panteón nacional planificado e intencional, los argentinos disponemos de “ese panteón” establecido por los relatos oficiales y dominantes de nuestro pasado, y aceptado por tácito consenso, que es la Recoleta. Su biografía arranca en la modestia de un cementerio casi extramuros de una ciudad, por entonces sin confort, pero que ha llegado a simbolizar cierta idea gloriosa de una Argentina fundacional y por lo mismo pretérita y cada vez más distante.
Los difuntos que lo pueblan pertenecen, en su gran mayoría, a esa construcción simbólica que alternó la épica de los guerreros, la oratoria de los tribunos, la praxis de los mercaderes burgueses y las rentas de los ganados y las mieses.
Sus existencias se postulan como inmaculadas ante la mirada del visitante. Porque, como advirtió Juan Bautista Alberdi con lúcida ironía, “al fin y al cabo, los muertos son siempre mejores que los vivos…a juzgar por los epitafios”. La Recoleta no es una excepción a esta regla.



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