LUÍS BERNARDO DE ESTRADA. Introducción a un culebrón.
Fotos personales tomadas el 30 de abril de 2022
Cuando me pare delante de esta placa conmemorativa no tenía la menor idea donde ella me llevaría. Tengo el sentimiento de estar invadiendo la intimidad de un matrimonio y solo mi parte frívola de mi personalidad me lleva a descubrir esta parte de la vida de VICTORIA OCAMPO, con todos los pedidos de disculpas y perdones.
RECURSO.
Marcados por la clandestinidad
"Quien prueba el amor ya no puede dejarlo", reconoció la escritora cuando cayó seducida por el primo de su marido, como un presagio de lo que sería su turbulenta vida sentimental. Durante años los amantes se vieron a escondidas. Pero la convivencia y la libertad de hacer público su vínculo ahogaron la pasión. Habían descubierto que el fuego pierde fascinación a la luz del día.
ROMA, 4 de abril de 1913. El invierno se deshace bajo los primeros soles de la primavera, y Victoria Ocampo y Luis Bernardo de Estrada, "Monaco", su esposo desde hace cinco meses, pasean por la ciudad luminosa y desierta.
Están prolongando una luna de miel que empezó en París y que, aunque aún no lo saben, preludiará sin atenuantes el inexorable fracaso del matrimonio. El viaje a Italia ha sido un recurso extremo que se le ocurrió a Victoria para buscar el placer que hasta el momento el matrimonio le había negado.
Tiene veintitrés años recién cumplidos y es, todavía, una escritora en ciernes que posa sobre las cosas una mirada asombrada e irreverente, apasionada y rebelde, vital. Lo contrario de su esposo que, a los treinta y un años, está atado a prejuicios que irritan a Victoria. Si bien es inteligente y buen mozo parece vencido y, para su gusto: demasiado serio y formal.
Inexplicablemente, se han casado el 8 de noviembre de 1912 y ha bastado poco tiempo para que ella advierta en él a un pobre hombre al que, años más tarde describirá como "susceptible, tiránico y débil; convencional, devorado por el amor propio". Lo que hoy se llamaría "incompatibilidad de caracteres".
Y cuando ella empieza a resignarse a no ser feliz y a pensar en una vida odiosa y aburrida, en Roma ocurre el milagro: un encuentro imprevisto sellará para siempre la suerte de su matrimonio, y le abrirá el camino al más apasionado de todos sus romances.
***
Julián Martínez, el hombre que pronto iba "a darle vuelta la cabeza", tenía entonces 35 años. Era primo de Monaco (con el que se profesaban una mutua antipatía) y estaba en Roma como agregado en la embajada argentina.
Manuel Mujica Lainez lo recordaría como "un tipo estupendo, el hombre más buen mozo de su época" y diría que en realidad su cargo diplomático podría definirse como ataché de belleza. Martínez y Estrada coincidieron en una reunión, y cuando Victoria le fue presentada el mundo se deshizo a sus pies.
En sus memorias, Ocampo recordaría así el encuentro: "El me hechó una mirada burlona y tierna... Miré esa mirada y esa mirada miraba mi boca, como si mi boca fuesen mis ojos. Mi boca presa en esa mirada se puso a temblar. Duró un siglo, un segundo".
Antes de esa noche, Victoria Ocampo ya había escuchado hablar de Julián Martínez. El hombre que le había desbocado el corazón tenía una fama de libertino ganada en múltiples amoríos, y se decía que en Buenos Aires le había quedado un hijo natural que había tenido la dignidad de reconocer.
Unos días después, cuando Monaco y su esposa regresaron a París, donde estaban viviendo, Victoria ya tenía una idea fija. Y pasó poco tiempo hasta que encontró el pretexto para que su esposo invitara al primo a pasar unos días con ellos en Francia: "Invitémoslo a ver ballet, así se desasna", dijo. Monaco aceptó de mala gana, y unos días después recibían la visita.
La noche en que el trío fue al teatro sería para Victoria una noche inolvidable.
Estrenaba un traje de lamé azul y una audacia que, años más tarde, le sería proverbial. Monaco no sospechaba la tormenta interna que sacudía a su mujer, y para ella era una primera transgresión que presagiaba cambios en su vida. De aquella noche, cuando los tres vieron el Ballet Russe, Victoria escribiría: "Miré el Spectre de la rose,bailado por Nijinsky y Karsavina, sin verlo. Estaba ausente. Anonadada por lo que hubiera podido ser y jamás sería. Sentada entre los dos primos, tan diferentes, sabía que no tenía nada que ver con alguien a quien estaba ligada por la ley, y que una afinidad física, de la que desconfiaba, me arrastraba cada vez más hacia el otro. Cuando le di la mano creía que no iba a poder soltársela (...) ¡Qué es esta locura, si no lo conozco! Yo estaba desesperada de amor".
Después pasearon por un París somnoliento y perfumado, caminaron en los atardeceres por el bois de Boulogne, y cuando Julián regresó a Italia, Victoria supo que el fuego que se había encendido en Roma estaba lejos de apagarse. Pasaría un año y medio, sin embargo, hasta que volvieran a verse.
Buenos Aires, octubre de 1914. Victoria y Monaco están de regreso en la Argentina, inmersos en la debacle conyugal. Viven juntos en una casa de la calle Tucumán al 600 que ella ha arreglado con los muebles y los objetos chinos que han traído de Europa, pero no comparten nada más: ni la cama, ni las ganas, ni el futuro.
Ella, tan liberal, ha decidido no divorciarse para evitarle un disgusto a su padre, Manuel Ocampo, que está enfermo. Sabe que vivir bajo el mismo techo conserva las apariencias, y que hacerse ver juntos, también. Una noche, durante una función en el Colón a la que ha ido con su esposo, Victoria ve a Julián Martínez en un palco bajo, conversando animadamente. El también ha regresado, y en el entreacto se acerca a saludarla. Charlan, y aunque hay un mundo a su alrededor, ella no tiene ojos más que para él. El fuego, se dice a sí misma, sigue ardiendo.
Apenas unos días después, durante una comida, él se le sienta enfrente. Ella escribirá más tarde: "Levanté los ojos y me encontré con los suyos. Caí en el fondo de esa mirada. Caí, desmayada. Un relámpago: el paisaje de la eternidad. ¿Tendré que vivir en el tiempo después de haber conocido la eternidad? Al día siguiente volví en mí. No sé nada de ese hombre. Casi no he hablado con él. ¿A qué viene esta locura?". Como algo natural, él empieza a llamarla y ella a devolverle los llamados. A escondidas, como cómplices de un rito clandestino, se ponen de acuerdo para leer a la misma hora el mismo libro, para coincidir "casualmente" en un concierto, para encontrarse en el hall de un teatro y separarse en seguida.
Son meses y meses los que pasan así, jugando ese juego peligroso de estar juntos sin estarlo, hasta que él cruza la línea divisoria y le propone a Victoria que se encuentren.
La cita, como el juego, es secreta: será al anochecer, y en un taxi que da vueltas cerca de la Casa de Gobierno. Al principio están rígidos, tiesos, y no es para menos: hasta ese momento ni siquiera se tuteaban. La reunión furtiva dura media hora, y durante esa eternidad casi no hablan: los dos se han quedado mudos, abrazados hasta la despedida marcada por un beso.
"Quien prueba el amor -constata Victoria-, ya no puede dejarlo". Cuando los encuentros empiezan a sucederse, ella debe soportar los embates de celos de Monaco. Unos anónimos lo han puesto sobre alerta: "Investigue las relaciones de V. con Julián", dicen.
Y aunque ella proteste y él se indigne, los mensajes dicen la verdad. Es que Julián y Victoria han comenzado a verse diariamente, y ya han doblado el codo de la relación platónica: una tarde de verano él la ha invitado a su casa de la calle Rodríguez Peña, y han hecho el amor.
Dirá Victoria sobre esa primera vez: "Nuestros cuerpos no necesitaban de nosotros para entenderse. No teníamos nada que enseñarles. Nos deseábamos más allá del deseo".
Pero Julián Martínez vive allí con su madre y una hermana casada que durante el encuentro estaban en la casa veraniega de Ascochinga, en Córdoba, y para cuando la familia regrese, es necesario inventarse otro lugar.
Es Julián el que propone alquilar un departamento, y lo elige él. Está sobre la avenida Garay, muy cerca del Parque Lezama, y aunque es pequeño resulta útil para reemplazar los encuentros clandestinos en las plazas. Es allí donde siguen encontrándose, y no olvidan tomar algunas precauciones: nunca llegan juntos y cuentan con la complicidad del portero, una actitud que a Victoria le resulta humillante.
Al final de la primavera ella cree que está embarazada y la idea la horroriza. "Tenía la sensación de ser huésped de un cuerpo que obedecía a sus propias leyes y no me daba cuenta de nada. Un cuerpo ajeno, independiente de mí, y que me podía hacer, si se le ocurría, una mala jugada".
Cuando se lo dice a Julián, él le propone que escapen juntos a cualquier lado y empiecen una vida nueva, libres y solos. Pero es imposible: el temor a su padre, a lo que pasaría con él si eso sucediera, la paraliza y la resigna. Y el desengaño del embarazo la encuentra tal como estaba: con marido y amante, viviendo peligrosamente.
Victoria y Julián no se encuentran nunca en sociedad, y cada uno hace su vida. Ella va a reuniones, recibe amigos en su casa de la calle Tucumán que sigue compartiendo con Monaco, y hasta se da el gusto de bailar el tango con Ricardo Güiraldes. Cuando advierte que la independencia es fundamental, aprende a manejar para evitar al chofer y poder moverse libremente.
Así de clandestinos serán los primeros años de la relación, hasta que muere su padre y en 1920 puede decidir sin culpas su divorcio.
Cuando se siente divorciada y libre, Victoria Ocampo decide cortar amarras hasta con los símbolos, y lo primero que hace es abandonar la casa de la calle Tucumán, donde ha sido infeliz junto a Monaco, y mudarse a un departamento de la calle Montevideo.
Un mundo nuevo y vertiginoso se va desplegando ante ella, y siente que tiene la oportunidad de empezar a vivir de otra manera. Pero justo entonces, cuando ya no le es imprescindible seguir ocultándose, una paradoja vendrá a sacudirla: descubrirá que su pasión por Julián ha comenzado a naufragar.
Al principio, Victoria y Martínez cambian las citas clandestinas en el departamento del parque Lezama, por encuentros a la luz del día en la casa de él o en el departamento de la calle Montevideo. Una culpa atávica -y el respeto a Ramona Aguirre, "La Morena", madre de Victoria- les impide sin embargo pasar juntos las noches.
Cuando viajan a Italia y a Francia para una especie de postergada luna de miel, advierten que tantos años de secreto los han desacostumbrado a una vida pública, y descubren que sentirse libres los ahoga.
Marcados por la clandestinidad, no se atreven a salir a la superficie. Un verano hacen un intento por convivir abiertamente, y pasan dos meses juntos en un chalet de Punta Mogotes, en Mar del Plata, que Victoria ha hecho construir con la plata que sacó vendiendo las cosas que trajo de París con Monaco. Viven casi aislados, con una servidumbre discreta y fiel y sin contacto con "La Morena", pero de todos modos las cosas no resultan. La pasión ha comenzado a enfriarse, y cada uno empieza a pensar en hacer una vida independiente.
Victoria se dedica de lleno a la literatura (en la que había debutado con De Francesca a Beatrice en 1921, alentada por Julián) y recibe en su casa a escritores europeos. Es el preludio a su encuentro con Rabindranath Tagore en Buenos Aires, del que se enamoraría, y sobre el que escribiría en sus memorias que se habría echado a la puerta de su cuarto "como un animal".
Mientras duró su relación con Julián Martínez, Victoria Ocampo le fue fiel. Por lo que ella misma ha contado, tuvo sólo una escaramuza sin sexo con un aviador francés insolente y arriesgado que la sedujo con sus piruetas y acrobacias aéreas, y el encuentro más apasionado que tuvo, ya cuando lo de Julián estaba acabando, fue con Tagore.
El poeta bengalí había llegado a Buenos Aires con su secretario Leonard Elmhirst, y un decaimiento repentino le había impedido regresar a Europa. Victoria, que lo admiraba, lo había convencido de dejar el hotel donde se alojaba y lo había instalado en Miralrío, una quinta de San Isidro.
Allí, en ese paisaje bucólico, el premio Nobel intimó con su anfitriona y Victoria le inspiró versos encendidos e inequívocos: "(...) Estuve casi por pedirte que me tomaras la mano / cuando al mirar tu rostro tuve miedo. / Ví allí el resplandor de un fuego que yacía dormido / en el fondo del oscuro silencio de mi corazón./ Si en mi delirio yo despertara su llama / sólo podría arrojar una trémula luz al borde de mi vacío. / No sé qué sacrificio ofrecer al sagrado fuego de tu amor. / Inclino la cabeza y me arrastro hacia mi estéril fin / sustentado por el recuerdo de nuestro encuentro".
Cuando Tagore abandonó Buenos Aires, lo hizo cargado de regalos de Victoria, y comenzó a escribirle desde el barco mismo, al día siguiente de la partida. Nunca se olvidaron, y volverían a verse.
Julián Martínez sería, sin embargo, el hombre que en Victoria Ocampo dejaría la marca más profunda y prolongada. Aun después del alejamiento se siguieron viendo y escribiendo, y en su lecho de muerte él no tendría más que unas cartas de su madre y unas fotos de Victoria.
El último intento por convivir y así, tal vez, salvar la pareja, lo hicieron en 1929. Ella estaba en Francia, donde pasaba más tiempo que en la Argentina, y durante una estada de Julián en París lo invitó a compartir su departamento.
Era un pequeño piso en la rue d`Artois que a los dos les hacía acordar la casa de la calle Montevideo, y Julián se instaló en él por unos pocos días que se transformaron en dos meses. Tenían entradas separadas, vivían independientemente uno del otro, y a veces coincidían a la hora del desayuno. El intento de restaurar la pasión, si es que lo hubo, fracasó, y tuvieron que convenir en que sólo podrían ser buenos amigos.
Victoria escribiría de él: "Tuvo la suerte de vivir cada cosa en su estación, suerte que creo haber compartido, bajo ciertos aspectos, a pesar de que nuestras naturalezas fueran tan distintas. Ser hombre fue su profesión, y jamás quiso expatriarse de ese dominio. Fue hombre sin proponérselo, por vocación".
Y Julián le escribiría, a su vez: "Juntos hemos recorrido un trozo de camino, hasta que el proceso de disociación comenzó, poco a poco, a distanciarnos para acabar en la total separación en que nos hallamos, aunque sin quererlo. Es triste, lo sé, pero ése es el hecho innegable. Tu recuerdo está en todo lo que alienta y en todo lo que amo".
Esa historia de "amor-pasión", como la llamó Victoria, los había marcado para siempre. Es que, como ella misma diría, "le había dado a Julián lo mejor de mi juventud, la edad de la perfecta belleza en flor".
Por Jorge Camarasa
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